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miércoles, 26 de noviembre de 2014

TOULMINN. ¿QUÉ PROBLEMA PLANTEA LA MODERNIDAD?

José Antonio Herrera Márquez

TOULMINN. ¿QUÉ PROBLEMA PLANTEA LA MODERNIDAD?

Hay que replantearse la cuestión de cómo surgió la modernidad. Se pregunta si no habría que poner el inicio en los argumentos escépticos de Montaigne más que en el método de la duda sistemática de Descartes. Ve la urgencia de reapropiarnos de la sabiduría de los humanistas del siglo XVI y desarrollar un punto de vista que combine el rigor abstracto y la exactitud de la nueva filosofía del siglo XVII con una preocupación práctica por la vida humana en sus aspectos más concretos.

Es importante esta mirada atrás porque nuestra forma de ver el pasado nos influye en nuestra actitud para afrontar el futuro. Las creencias que configuran nuestra visión histórica representan nuestro horizonte de expectativas. Este horizonte delimita el campo de acción en el que, en un determinado momento, nos parece posible, o factible, cambiar los asuntos humanos y decidir cuál de nuestras metas más preciadas se puede llevar a la práctica.

La modernidad como tal está tocando a su fin. Pero, para poder configurar hoy un horizonte de expectativas razonable y realista, debemos empezar reconstruyendo el relato de las circunstancias en las que se gestó el proyecto moderno, así como los presupuestos filosóficos, científicos, sociales e históricos en que éste se basó y la subsiguiente secuencia de episodios que ha conducido a nuestra encrucijada actual.

Los críticos sitúan el nacimiento de la era moderna entorno a las primeras décadas del siglo XVII, pero Toulmin la va a situar en el siglo XVI. Todos convienen en que los sedicentes nuevos filósofos del siglo XVII fueron los responsables de nuevas maneras de pensar sobre la naturaleza y la sociedad. Obligaron al mundo moderno a razonar sobre la naturaleza de una manera nueva y científica, y a utilizar métodos más racionales para abordar los problemas de la vida humana y la sociedad. Su obra supuso, pues, un punto de inflexión en la historia europea y merece que se la considere como el verdadero punto de arranque de la modernidad.

Descartes inicia el estilo de la filosofía moderna, centrada en la teoría. En filosofía se puede sostener que la modernidad es algo ya pasado y finiquitado. Tras el trabajo destructivo de Dewey, Heidegger, Wittgenstein y Rorty, la filosofía tiene unas opciones bastante limitadas, opciones que se reducen básicamente a tres posibilidades: puede aferrarse al desacreditado programa de investigación de una filosofía puramente teórica (es decir, <<moderna>>), o puede volver a sus tradiciones anteriores al siglo XVII y tratar de recuperar los temas perdidos (<<premodernos>>) que fueron desechados por Descartes, pero que pueden resultar muy útiles en el futuro.

La originalidad del trabajo de los científicos del siglo XVII en el campo de la mecánica y la astronomía es más real e importante que nunca. Pero cualquier suposición de que sus éxitos fueron el resultado de sustituir el peso medieval de la tradición y la superstición por un método racionalmente autojustificador es cerrar los ojos a la evidencia y a una necesaria matización ante una secuencia de acontecimientos compleja.

La tesis heredada daba por sentado que las condiciones políticas, económicas, sociales e intelectuales de Europa occidental mejoraron radicalmente a partir de 1600, lo que alentó y propició el desarrollo de nuevas instituciones políticas y métodos de investigación más racionales. Pero esta suposición está cada vez más cuestionada. En la década de los treinta creíamos que la filosofía y la ciencia del siglo XVII eran producto de la prosperidad; pero esa creencia ya no aguanta un análisis mínimamente serio. Los años que van de 1605 a 1650, lejos de ser prósperos y gratos, se ven ahora como los más ingratos, y hasta como los más frenéticos, de toda la historia europea. Así pues, en vez de considerar la ciencia y la filosofía modernas como un producto de un tipo de vida ociosa, hay que poner patas arriba la visión heredada y considerarlas como las respuestas que encontró una sociedad a la crisis en que se vio inmersa. También creíamos que, después de 1600, el yugo de la religión fue más ligero que antes, cuando lo cierto es que la situación teológica había sido menos onerosa a mediados del siglo XVI de lo que sería entre 1620 y 1660.

Cuando cotejamos la cultura laica del XVII con los humanistas del siglo XVI, con escritores como Erasmo de Rotterdam, Montaigne, Francis Bacon, Rabelais, Shakespeare, se nos antoja bastante difícil sostener que esa cultura laica de la modernidad fue producto exclusivo del siglo XVII. El Renacimiento fue a todas luces una fase pasajera en la que germinaron y se desarrollaron las semillas de la modernidad, sin alcanzar ese punto en el que resultaron ser una amenaza, o algo peor, para las estructuras vigentes de la sociedad política.

En vez de centrarnos exclusivamente en la primera fase del siglo XVII, aquí podremos preguntarnos, pues, si el mundo y la cultura modernos tuvieron en realidad dos orígenes distintos en vez de uno solo, el primero de los cuales (la fase literaria o humanista) habría precedido al segundo en un siglo aproximadamente. Si seguimos esta sugerencia, y retrotraernos los orígenes de la modernidad a los últimos autores renacentistas de la Europa septentrional del siglo XVI, descubriremos la segunda fase, es decir, la científica y filosófica, a partir de 1630, una fase que lleva a muchos europeos a volver la espalda a los temas más dominantes de la primera fase, es decir, la literaria o humanista.
En el Renacimiento, la recuperación de la historia y la literatura antiguas contribuyó poderosamente a intensificar su sensibilidad hacia la diversidad caleidoscópica y la dependencia contextual de los asuntos humanos. Las distintas variedades de la falibilidad humana, antes no tenidas en cuenta, empezaron a ser ensalzadas como consecuencias maravillosamente ilimitadas del carácter y la personalidad del ser humano. Era mejor suspender el juicio en asuntos de teoría general y esforzarse por conseguir una visión profunda tanto del mundo natural como de los asuntos humanos, tal y como se nos aparecen en la experiencia real. Este respeto por las posibilidades racionales de la experiencia humana es algo que hay que poner en el haber de los humanistas del Renacimiento; pero éstos tuvieron también una conciencia especial de los límites de la experiencia humana. Enseñaron a los lectores la lección de que las teorías filosóficas superan los límites de la racionalidad humana.

Debemos aceptar la diversidad de opiniones con un espíritu de tolerancia. Tolerar la pluralidad, ambigüedad o falta de certeza resultantes no es ningún error, y mucho menos un pecado. Si nos paramos a reflexionar, veremos que éste es el precio que tenemos que pagar por ser seres humanos, y no dioses.

A lo largo del siglo XVII, esta visión tan interesante fue perdiéndose poco a poco. Se fue pasando de lo oral a lo escrito; de lo particular a lo universal; de lo local a lo general; de lo temporal a lo atemporal.

-De lo oral a lo escrito. El programa de investigación de la filosofía moderna postergó, así, todas las cuestiones sobre la argumentación- entre personas concretas en situaciones concretas, acerca de casos concretos y allí donde hay varias cosas en juego –a favor de pruebas que podían ponerse por escrito, y juzgarse también en cuanto escritas. Después de la década de 1630, la tradición de la filosofía moderna en Europa occidental se centró en el análisis formal de cadenas de enunciados escritos más que en los méritos y defectos concretos de una manifestación persuasiva. En esta tradición, la retórica deja paso a la lógica formal.

-De lo particular a lo universal. Henry More y los platónicos de Cambridge consiguieron que la ética entrara a formar parte de la teoría abstracta general, divorciada de los problemas concretos de la práctica moral; y, también desde entonces, los filósofos modernos en su conjunto han venido sosteniendo que- al igual que el Bien y la Libertad, o que el Espíritu y la Materia –lo Bueno y lo justo se deben conformar a unos principios atemporales y universales, al tiempo que consideraban afilosóficos o poco honrados a cuantos escritores se centraban en casos concretos, o en casos marcados por determinadas circunstancias.  La filosofía moral moderna no se interesaría ya por estudios de casos concretos o discriminaciones morales concretas, sino por los principios generales y globales de la teoría ética. En una palabra, que los casos concretos dejaron paso a los principios generales.

-De lo local a lo general. Descartes decía que <<la historia es como viajar por el extranjero. Amplía la mente, pero no la profundiza>>. Descartes dejó bien claro que la verdadera comprensión filosófica nunca resultaba de acumular experiencia de determinados individuos o casos específicos. Las exigencias de la racionalidad hacían que la filosofía tuviera que buscar ideas y principios abstractos y generales, capaces de englobar e iluminar los casos particulares. Pero la tarea del filósofo consistía en descubrir principios generales de salud política ocultos bajo las idiosincrasias locales, con objeto de arrojar luz sobre las cosas que hacen que una ciudad sea saludable o funcione bien. Cuando los filósofos modernos despacharon la etnografía y la historia con el calificativo despectivo de irrelevantes para la investigación verdaderamente filosófica, excluyeron de su quehacer particular toda una serie de cuestiones que habían sido reconocidas anteriormente como tema legítimo de investigación. Es decir, que a partir de entonces la diversidad concreta dejó paso a axiomas abstractos.

-De lo temporal a lo atemporal. Todos los problemas de la práctica del derecho y la medicina son temporales. Se refieren a unos momentos específicos en el tiempo: ahora y no después, hoy y no ayer. En dichos problemas, el tiempo es esencial, y, según la formulación de Aristóteles, se dilucidan según lo exija la ocasión. Las cuestiones sobre la temporalidad de las decisiones y acciones, o de las declaraciones y argumentaciones, habían sido los asuntos básicos de la filosofía precedente. Para los eruditos del siglo XVI, el modelo del quehacer racional no era la ciencia, sino el derecho. Cien años después, las tornas han cambiado por completo. Para Descartes y sus sucesores, las cuestiones temporales no tienen ninguna importancia para la filosofía; por eso se esfuerzan por sacar a la luz las estructuras permanentes que subyacen a todos los fenómenos cambiantes de la naturaleza. A partir de la época de Descartes, la atención se centra en principios atemporales que rigen para todas las épocas por igual, de manera que lo transitorio deja paso a lo permanente.

Estos 4 cambios mentales eran distintos; pero, tomados en su contexto histórico tenían mucho en común, y el resultado global sobrepasó lo que podría haber producido uno de ellos por sí solo. Todos reflejaron un abandono histórico de la filosofía práctica, que se alimentaba de la medicina clínica, la práctica judicial y el análisis de casos morales concretos, o, si se quiere, de la fuerza retórica del razonamiento oral, en aras de una concepción teórica de la filosofía. Se pasa de una filosofía práctica a una filosofía teórica.

Al desvincular la racionalidad y la lógica de la retórica y las emociones, estamos siguiendo sin saberlo la agenda básica de la filosofía moderna. La epistemología no sólo aborda cuestiones intelectuales, sino también morales. Los conceptos abstractos y los argumentos formales, así como las ideas y las proposiciones intuitivas, no son el único tema de estudio para el filósofo; antes bien, éste puede ocuparse de la totalidad de la experiencia humana de manera variada y concreta. Éstas son las lecciones que sacamos de los humanistas, unas lecciones que están en las antípodas de un racionalismo que pone tierra de por medio entre las emociones y la razón y nos sume, en definitiva, en un escapismo moral. Al tratar los sentimientos como meros efectos de procesos causales, nos los quita de las manos y nos exime de toda responsabilidad: lo único de lo que somos racionalmente responsables (al parecer) es de pensar correctamente.

El contraste entre la modestia práctica y la libertad intelectual del humanismo del Renacimiento, de un lado, y las ambiciones teóricas y restricciones intelectuales del racionalismo del siglo XVII, del otro, es un factor determinante para nuestra versión revisada de los orígenes de la modernidad. El gambito de salida de la filosofía moderna no coincide, así, con el racionalismo descontextualizado de Descartes, sino con la reformulación que hace Montaigne del escepticismo clásico en su Apología, en la que tantas anticipaciones de Wittgenstein encontramos. Es Montaigne, y no Descartes, quien juega, y sale, con blancas. Los argumentos de Descartes son la respuesta de las negras a este movimiento.

La modernidad tuvo dos puntos de partida distintos: uno humanista, fundado en la literatura clásica, y otro científico, basado en la filosofía natural del siglo XVII. En nuestra versión revisada del paso de la primera fase de la modernidad a la segunda, debemos tener en cuenta que nos las vemos con un período de cincuenta años escasos. 

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